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"Soy un bicho de la tierra como cualquier ser humano, con cualidades y defectos, con errores y aciertos, -déjenme quedarme así- con mi memoria, ahora que yo soy. No quiero olvidar nada."



José Saramago

sábado, 26 de mayo de 2007

EL CIELO QUE ME ESCRIBE de Miguel Ángel Zapata. Crítica de Cristián Gómez


EL CIELO QUE ME ESCRIBE,

de Miguel Ángel Zapata

(Ediciones El Tucán de Virginia, México, D.F., 2002)


Diario de la vida leve: así se refiere el hablante de este libro a los poemas que constituyen este volumen. Dato importante puesto que nos da una imagen elocuente de los anhelos y perspectivas que aquí vamos a presencia y/o leer. La fauna de pájaros, iguanas, perros y otros animales humanos y no humanos que pueblan las páginas de este último libro de Miguel Ángel Zapata (Perú) es el soporte para mezclar ficción y realidad, historia y verdad conjugadas en estos personajes con los cuales el hablante de este libro (otro y el mismo durante todo el conjunto) se enmascara y se disfraza como una forma de dispersar ese punto de vista que de otra manera resultaría monótono, objetivo y de afanes realistas. La historia, que parece pesar como una inevitable condena sobre ciertos sectores de la poesía peruana, incapaces de integrarla como un dato más del poema para en su lugar transformarla en el eje sobre el cual gira todo su escribir, la historia –decíamos– casi no ocupa lugar alguno dentro de la obra de Zapata. Recuento personal, diario privado de un sujeto que sin embargo es capaz de avizorar las amenazas del presente, El cielo que me escribe también cuenta entre sus peculiaridades con un sistema expresivo que ha hecho del mal llamado poema en prosa su arma principal. Y mal llamado puesto que se subentiende de esa etiqueta que su contraparte sería el “poema en verso”. Pero no sólo el siglo XX se ha encargado de enterrar estas distinciones espúreas por sí mismas, también habría que señalar que la misma práctica de este tipo de escritura hace inoficiosa estas clasificaciones. De qué otra manera interpretar el salto desde una realidad aparentemente familiar y cotidiana como la que describen muchos de los poemas de este libro (“Mujer fragante, “Los muslos sobre la grama”, “La iguana de Casandra”), hacia otra donde fantasía y verdad ya no se presentan como polos opuestos, sino como dos factores que siendo diferentes no alteran finalmente el producto.
Este borrar de fronteras entre uno y otro territorio en apariencia opuesto, le permite a Zapata construir el poema como una larga disquisición que sólo en una primera lectura se presenta sin rumbo. A medida que se avanza, el aire de extrañeza se pierde para darle paso a una familiaridad donde la intervención de lo cotidiano resulta verosímil, e incluso, esperable: la inversión de los términos terminará por hacerle parecer a la voz de estos poemas (así como también al lector) que las tumbas que pueblan un cementerio –metonimia de la muerte, si es que esta no se alude explícitamente– no son tema de luto ni de llanto, sino que gracias a los muslos de una joven, avizorados por el hablante como un contrapunto del camposanto, pueden ser el lugar indicado para una reflexión que permite hacer un balance sosegado de toda(s) la(s) (posible(s)) experiencia(s). Hago aquí mención del que tal vez sea el poema más emblemático del conjunto, “Los muslos sobre la grama”, donde el ejercicio del contrapunto es llevado hasta su máxima expresión. La vitalidad de la joven trotando se contrasta con el panorama del cementerio, pero no resulta de ello una especie de amargura fatalista sobre el destino humano o su ineluctable finitud. Por el contrario, la reflexión a la que arriba el hablante es que la celebración de la vida es más válida que la sumisión luctuosa de ésta. Tanto así, que el motivo mismo de la escritura es la contemplación del trote de la muchacha, de igual manera que en otro poema lo fue la contemplación de una mujer saliendo de la ducha. Se entiende entonces la definición del libro como un diario de la vida leve, o si se quiere, jubilosa: el asombro y un reposado jolgorio son los que marcan el temple de este libro.
No sé si las anteriores sean razones suficientes para leer un libro, o para leer este libro. Sí lo son, en cualquier caso, para reflexionar brevemente sobre dos aspectos de la obra de Zapata que llaman poderosamente la atención. El primero es la tendencia de Zapata a publicar un mismo libro que es cada vez diferente. Aunque El cielo que me escribe comparte muchos de sus textos con otros libros anteriores de Zapata, Lumbre de la letra, sin ir más lejos, al leer nuevamente estos poemas no pierden su vigor ni su lozanía. Por el contrario, este ultimo libro de Miguel Ángel Zapata pareciera descubrir un sinfín de nuevas posibilidades para esta poesía. El dialogo de los nuevos poemas con los antiguos, y el nuevo ordenamiento en que estos se distribuyen en el libro, ofrecen una lectura que recuerda las anteriores, pero que no se agota en ellas. La pasividad de este hablante que es escrito por el cielo ¿pero qué clase de cielo?, su actitud contemplativa ante el mundo, su laissez faire sutilmente hinostroziano, son marcas de una poética que no pretende ni explicar ni cambiar el mundo, apenas si compartir la experiencia que de él, por un instante, se tiene.
No es un punto menor a considerar el que se insinúa en el párrafo anterior. Este “budismo” del hablante prescinde de cualquier tipo de responsabilidades o “deberes”. La sacralización de la realidad, (“manifestaciones no convencionales de lo sagrado”, las llama no sin lucidez Oscar Hahn en el texto de su presentación del libro) a la que asistimos en estos poemas, la logra el autor a través de la extática contemplación ya sea de un cuervo (anacoreta o que ejecute obras de Ravel), ya sea de la escultura de las piernas de las doncellas (y no es gratuito que la palabra no sea simplemente “mujeres”, sino el cortesano y tal vez arcaico “doncellas”), vistas al pasar en un centro comercial. Por otro lado, y tal como lo señalara el poeta mexicano Víctor Manuel Mendiola, Zapata “ha sabido saltar por encima de la retórica del lenguaje y del neobarroco y ha tomado distancia, aprovechándose de lo más nutritivo, del surrealismo sin ton y son que han practicado, con o sin conciencia, muchos poetas hispanoamericanos”. Ajeno, efectivamente, a los repliegues efectistas del lenguaje sobre el lenguaje –y la experiencia agotadora que ello a veces implica–, el tono de Zapata se deja sentir prístino aun cuando la desrealización de lo cotidiano sea llevada hasta sus límites.
Otro acierto de la lectura de Mendiola se produce en el polo opuesto. Zapata, de acuerdo al mexicano, “ha hecho a un lado los desplantes empiristas de la poesía de la experiencia (descascaramientos de la poesía beat, de la antipoesía o de cualquier otra clase de entrega del habla o del coloquio) y nos ha entregado una poesía sofisticada pero viva, rigurosa pero también verdadera”. Todo lo anterior nos hace pensar en el lugar que ocupa la obra de Zapata en el contexto de la literatura latinoamericana. No sólo por su adscripción a ese grupo de poetas que ha cultivado el poema en prosa desde hace ya largo tiempo –aquí los nombres de Ramos Sucre, Octavio Paz, Mutis, Pizarnik y, entre los más jóvenes de los nuestros, Marcelo Pellegrini–, sino también por la ausencia de lo que usualmente se entiende como discurso latinoamericanista. Entiéndase bien. Zapata es un poeta peruano afincado desde hace años en Norteamérica. La suya, sin embargo, no es una poesía que gire en torno a temas como el voluntario exilio o la manida identidad latinoamericana. No siente la necesidad de hacerlo. Sí se hace presente la nostalgia, sí hay poemas en torno al Perú natal del autor, pero no hay una sociología ni un afán historicista en esta acometida.
Lumbre de la letra (Lima, 1997) uno de los libros anteriores del autor, entre los que también se cuentan Partida y ausencia (Madrid, Playor, 1984), Imágenes los juegos (Lima, Instituto Nacional de Cultura, 1987) y Mi cuervo anacoreta (Santiago de Chile, Red Internacional del Libro, 1995), se abría entre otras con dos citas, de Martín Adán y Theodore Roethke respectivamente. El cielo que me escribe, con una de Rilke que reza sobre la necesidad de conocer el mundo, de poner en relación escritura y vida como parte vital del proyecto poético. Pero en las citas del libro anteriormente mencionado se puede encontrar el total de la empresa literaria de Zapata. El orgasmo visual de las piernas sobre la grama se condice con ese cuerpo que se mueve, aunque lentamente, hacia el deseo, en la hermosa cita de Roethke: “What does what is should do needs nothing more. The body moves, though slowly, toward desire. We come to something without knowing why". Tal vez esto explique, entonces, la poderosa sugerencia hacia el silencio que proviene de la cita de Martín Adán (“Yo no sé de poesía,/ Sino escribir callando, todo lo que me escribo/ Como si fuera real todo lo que querría"), esa tendencia al enmudecimiento de la que hablara Paul Celan, quien dicho sea de paso aparece mencionado en el último poema del libro, “La cama”, como una especie de corolario que no atenúa ni morigera la vitalidad del conjunto, pero que sí resulta como un llamado de alerta, una especie de permanente insomnio ante el entorno que rodea al poeta:
"él sabe silbar y no me habla por algún motivo que desconozco. Es prestidigitador del silencio, y sabe estar callado como la poesía"